
Le gustaba que le llamasen D. Anselmo… siempre le había gustado. D. Anselmo ya había cumplido más años de los que la mayoría le gustaría cumplir y vivía sólo en su pequeño piso en el barrio de toda la vida.
Todos los días, hiciese sol o lluvia, salía a dar un paseo cerca del medio día, intentado mantener lo que otrora fue un cuerpo atlético y musculoso, aún en movimiento. Cada día, apoyado en su andador, recorría las cuatro aceras que bordeaban su manzana, deteniéndose en cada escaparte, en cada puerta, en cada banco, en cada apoyo donde encontraba unos ojos que le miraban, aunque difícilmente encontrase unos oídos que le escuchasen y más difícilmente, unos labios que le sonriesen.
Todos los días, excepto los fines de semana y festivos, acudía a visitarle Remedios, trabajadora social que se encargaba de llevarle la comida, adecentar su casa y su persona y que D. Anselmo aprovechaba para robarle unos minutos de compañía y unas migajas de cariño.
Él, D. Anselmo, que siempre vistió el orgullo antes que la camiseta, había parado su reloj hace ya muchos años y no lograba entender como el mundo se movía distinto.
D. Anselmo, en sus cortos pero lentos paseos, siempre preguntaba a todos los comerciantes del barrio, como iban las cosas, si las ventas eran buenas o malas, y daba su obsoleta opinión de cómo deberían hacerse las cosas. Recriminaba ciertas actitudes de los jóvenes y muy asiduamente, hablaba a solas, sus largas retahílas de la vida que le acompañó antaño… D. Anselmo, apenas encontraba respuesta a sus prerrogativas.
Él, D. Anselmo, no llegaba a entender que es lo que pasaba en el mundo, en su ciudad, en su barrio…
D. Anselmo, fue en tiempos pretéritos, el violador y asesino de varias niñas de su barrio, y regresó al él tras su salida de la cárcel.