A cinco, a cinco… Retumban las voces que corren raudas por todos los rincones del mercadillo, y que compiten en charlatanería entre sí, pero siempre con un extraño código ético que no llegaré a entender… Tres por diez euros… vamos chicas, que me los quitan… los de la tele, los de la tele… los bolsos de moda, los de moda… vamos, vamos, vamos… Voces y más voces que llegan inundando los sentidos y que obligan sin querer a fijarse en quien las pronuncia…
De repente, un grupo de gente corre por los pasillos abarrotados… Al fondo los guardias… atrás quedan cajas de cartón vacías que al paso de estos últimos adquieren de nuevo su utilidad de mostrador… apenas unos segundos y de nuevo… el coro confuso de voces charlatanas… vamos, que se acaban, que se acaban… todo a cinco, a cinco, a cinco…
Da igual lo que se venda… sigue siendo un único espacio conjuntado por la que me ha resultado agradable pasear…
Sobremuñoneras, pernos, trinquetes, fajas circulares, radios, pernetes, sotrosos, pasadores, chavetas, cadenilla, ganchos, ejes, sotabracas, muñonera, rueda dentada, gualderas, telerón, solera fija, mallete, cantonera, ruedas, banqueta… toda esta jerga corresponde a la denominación de algunas de las piezas que compondrían un cañón naval del siglo XVIII, de esos de piratas, corsarios, bucaneros y demás…
Hoy en día, nos decantamos por simplificar las denominaciones de tal modo que el lenguaje está siendo comprimido bajo la denominación de “cosas” generalizadas… poco a poco vamos, tal vez, empobreciendo el idioma en ese ansia de prisas por terminar pronto todo y volver a comenzar otra cosa…
Me pregunto si también en los sentimientos intentamos empaquetar bajo denominaciones tan extendidas como “amor”, “amistad”, “cariño”, “afecto” y similares, todo ese conjunto de gratas sensaciones que experimentamos cuando decimos que estamos en ese estado…
Pero la lengua sigue enriqueciéndose a nuestro pesar y hoy comentaba sobre dos palabras que han sido aceptadas de muy buen agradado desde otras lenguas menos extendidas: “Chirimiri”, que es lo que en castellano siempre se ha conocido como “calabobos” y que algunas veces resulta tan agradable como repelente, pero la palabra que más me ha gustado, ha sido sin dudarlo “morriña”, o ese estado de tristeza ante la falta de algo, melancolía, añoranza, nostalgia… Ese “echar de menos a algo o a alguien” que, algunas veces sin razón, nos sobreviene sin poder evitarlo…
Y reconozco, no lo niego, que algunas veces me dejo invadir, no sin un cierto regocijo, de esa morriña de tiempos pasados… Sí… sé que la vida es un mirar hacia adelante, pero también sé que es un disfrutar del momento y sigo sin querer perder los momentos mejores de mi vida… aquellas personas a las que amé y las que amo, Tiempos de ir al colegio, a veces entre la nieve, otras bajo un insufrible calor estival… jugar en las calles, de meriendas caseras, de hambre, que haberlo hubolo, de esfuerzo y trabajo en la adolescencias…, si, algunas veces, reconozco que siento morriña de tiempos pasados…
Margaritas, rizomas, tomillos, jaras, mostazas, espinos, manzanillas, cardos y otras especies de plantas asilvestradas que crecen en los terrenos abandonados al sur de la ciudad, y que han sido cubiertos poco a poco con mantos de arena de miga y de desechos urbanos, ponen un punto de color verdoso y ocre en esta época del año… Un poco más allá las primeras plantaciones de cereales… trigo, avena, centeno… ya hemos dejado atrás la ciudad y sus interminables periferias… estamos recorriendo campos de trabajo, donde las pequeños pueblos sólo son conocidos por los nombres que figuran en los carteles de los desvíos que nos muestran las carreteras, pues estas, orgullosas ya, no se dignan siquiera en acercarse a ellos…
Sin embargo, hoy, todo el campo, todo esos tonos verdes tenues o incluso amarillentos por el agostamiento de las plantas, van pasando inadvertidos cuando el campo va cambiando de color rojo intenso de las amapolas que, casi a buen seguro, sin haber pedido permiso, se han instalado con fuerza en los campos que hoy pude disfrutar…
Tal vez la fragancia de las plantas se perdían entre la intensidad del aroma de la lavanda, también salvaje, y que bordeaba los campos haciendo límites naturales entre los caminos y los cultivos…
No había nada que podría sorprenderme… todo ha sido tan rutinario, tan conocido, incluso tan cotidiano, que ha sido cómo el volver a ese rinconcito sencillo donde podemos descansar tras un día de duro trabajo… la excepción de la excepción… Se acerca el solsticio…
Busqué una amapola blanca… esta vez no pudo ser, pero no eso no importa…
Nuestros derechos, son un reflejo en un espejo de nuestras obligaciones
No hacía aún una semana que Luciano había recibido la carta que le arrebató el sueño y por fin llegó el gran día. Los últimos meses, desde que perdió el trabajo, no habían sido en absoluto fáciles… toda la vida de una persona se puede condensar en pocas pertenencias y estas, carecen de valor para la mayoría… Luciano perdió a su mujer debido a las continuas desavenencias que se multiplicaron en cuanto sus ingresos disminuyeron drásticamente. Todos sus amigos se fueron alejando, temerosos, tal vez de contagiarse de ese endémico mal de la falta de trabajo, o tal vez para evitar la tentación de socorrer a un amigo… sus hijos, ajenos al drama, sólo se dieron cuenta de que su vida había empeorado y veían a su padre como un ser despreciable…
Luciano, en apenas 8 meses, había pasado de ser un emprendedor bien considerado e introducido en mundos influyente, a un ser marginado en una sociedad que no contempla un tropiezo en su vida…
Pero ahora, por fin había recibido una carta para presentarse a un trabajo y con él, la esperanza de recuperar parte de su pasado, de lo que había sido su vida.
Dejó preparado la noche anterior su mejor traje, tomó una camisa que ya había planchado con esmero y escogió una corbata elegante pero no llamativa. Se había afeitado con calma tras la ducha y con tiempo más que suficiente, se había lanzado a la calle por que no podía esperar en casa y se acercó hacia “Casa Méndez”, un bar donde antaño solía desayunar y hoy era un día de esos de celebrar, así que junto al café con leche, se tomó cuatro churros con azúcar…
El día se presentaba claro, un poco encapotado, pero una agradable temperatura. Tomó el autobús y llegó a la dirección indicada… sabía perfectamente donde estaba pues ya había hecho el recorrido varias veces “Es lo que tiene no tener nada que hacer” se decía para sí.
Con más nervios que decisión, se acercó a la recepción y mostrando la carta, confirmó a la persona que allí estaba que tenía una cita… su sonrisa no podía ocultar la satisfacción de sentirse feliz, cómo quien sabía que la mala racha había terminado justo en ese momento.
Aún recuerda cómo pasó todo tan rápido… un documento sellado por la empresa, una inmensa sonrisa y un “Lo siento, el puesto ya está ocupado. Presente esto en su oficina de desempleo”… y vuelta a empezar…
Una victoria por imposición, nos reportará enemigos. Por convicción, aliados.
El cuento de “el hombre de la camisa feliz”
n las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países.
Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarle.
El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:
—Yo sé el remedio: la única medicina para vuestros males, Señor. Sólo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a vuestra enfermedad.
Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos.
Mas una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:
—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir???
Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:
—Traed prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrecedle a cambio lo que pida!!!
En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.
Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:
—¿Dónde está la camisa del hombre feliz??? ¡Es necesario que la vista mi padre!
—Señor -contestaron apenados los mensajeros-, el hombre feliz no tiene camisa.
Leon Tolstoi escribió este relato cómo reflexión de eso que prácticamente todos conocemos “El dinero no da la felicidad”. Tal vez sólo sepamos la teoría… nada más que la teoría…
Si decimos a las personas: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclamarán entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!!!" (Antoine de Saint-Exupéry "El Principito")
Los sueños son la más tenue, pero firme luz, que alumbra nuestro paso en el oscuro camino de la realidad
Hoy, en una de esas conversaciones filosóficas con una amiga, donde en lugar de encontrar respuestas se crean más preguntas. Comentando el tema de la belleza, se hacía una extraña comparación de dos entornos que constan de los mismos elementos. Por un lado, el bosque. ¿Quién podría decir que el bosque no es hermoso??? No hablamos de ese bosque rectilíneo y ordenado, fruto de la reforestación, si no de ese otro bosque primario, donde la vegetación es variada y autóctona y cubre prácticamente cualquier lugar disponible; ese bosque donde el sol queda alto y la humedad es constante; ese bosque donde el caos de una silenciosa lucha por sobrevivir, ha creado la belleza virginal que demuestra que no hubo nunca intervención antrópica; ese bosque que existe sólo, tal vez por pura casualidad
Por otro lado, casi en un término opuesto, está todo aquello que el hombre crea… Tal vez los jardines sean lo más significativo para este ejemplo… Los jardineros preparan el suelo, seleccionan cuidadosamente las plantas y se esmeran en que su crecimiento y desarrollo sea el mejor posible, y al poco tiempo, el jardín estalla impregnando todo de color, frescor y aroma…
Ambos, son hermosos de por si, y ambos necesitan de tierra, sol, agua y tiempo… ambos nos gustan y embelesan, y en ambos el hombre, el ser humano tiene mucho que ver. En el bosque, por si interviniese acabaría con esa belleza natural, y en el jardín, por que si dejase de intervenir, también acabaría esa belleza artificial
Creo que más o menos podría estar claro, pero si esa misma intervención humana la aplicamos a las relaciones sociales o personales… tal vez cuando creamos una sociedad, y no somos capaces de cuidarla, esa sociedad se marchita, se pudre, se empobrece, se muere… si por el contrario la sociedad que funciona nos empeñamos en mejorarla, en quitar de aquí para poner allá, en cambiar unas cosas por otras… tal vez esa sociedad pierda su hermosura natural, y termine siendo mustia y triste…
Al hablar de sociedad, es posible que muchos pensemos en grandes civilizaciones, en países grandes o pequeños, en ciudades e incluso en pueblos… ¿por qué poner ahí un límite??? Sigamos descendiendo hasta nuestro entorno laboral, nuestros compañeros, nuestros amigos, nuestra familia, nuestros hijos, nuestra pareja…
“Solamente aquél que contribuye al futuro tiene derecho a juzgar el pasado” (Nietzsche)