
Ayesha tenía 9 años cuando viajó a la ciudad de Pekambaru por primera vez de la mano de su padre.
Ella, como toda su familia, siempre había vivido en su pequeña aldea, ayudando en lo que buenamente podía a su familia, sobre todo, cuidando de sus hermanos pequeños.
Ayesha era una niña despierta y como todos los niños, curiosa por naturaleza, así cuando su padre le dijo que irían a la ciudad, no dejó de intentar averiguar que era “la ciudad” y naturalmente, dejó volar su imaginación de todo aquello que de forma tosca y escasa y siempre sin ningún interés, le habían contado
Cuando llegaron a la ciudad, Ayesha caminó durante un largo rato y los arrabales fueron transformándose en edificios más señoriales, y las calles, más pobladas, con más luces y tiendas… Ayesha estaba encantada y no conseguía digerir todo aquello que la maravilla y la sorprendía…
Llegaron a un lujoso hotel y su padre preguntó al portero… tomó a Ayesha de la mano y se dirigió, por un callejón adyacente, hacia una puerta. Cruzó el umbral y esperó en una sala entre tenues luces y un olor intenso que difícilmente se podría precisar…
No habían pasado cinco minutos cuando se presentó alguien y les hizo un ademán para seguirle. Recorrieron pasillos, y salas y sin tardanza, llegaron a una especie de gran sala, con muebles apilados y algo destartalada… allí había hombre que si no era viejo, sí bastante mayor, pero que a vista de un occidental, podría decirse que era un caballero… Este, les miraba intrigado… El guía entonces se dirigió al hombre y el dijo algo en inglés que Ayesha no entendió. El guía, dirigiéndose al padre, le dijo que quería saber si la niña era virgen. El padre aseguró y afirmó con una inmensa sonrisa y una reverencia…
El hombre, le entregó un sobre de dinero y el padre le dijo a Ayesha: “Ve con este señor y haz todo lo que te pida y si no entiendes algo, déjale hacer a él. Ahora, este será tu nuevo trabajo”