
Una de las visitas obligadas, que no por conocida resulta siempre sorprendente, es esa impuntual cita de los domingos que sin esperarlo, encaminamos nuestros pasos al popular y populoso mercadillo de "El Rastro".
Asediado desde oriente, muchas de sus tradicionales tiendas de cachivaches diversos, muebles, antigüedades de dudosa antigüedad, libros y discos innombrables, ropa usada o no, artículos de deportes que deberían estar en un museo y algún que otro chiringuito donde refrescarse a base de cerveza bien tirada, con su tapa de aceituas y en el mejor de los casos unos paupérrimos boquerones en vinagre, han ido dando paso a esas otras tiendas con nombre exótico, de venta a mayoristas y que muestran la moda que se verá por la ciudad a un precio, casi sin competencia...
Hoy en día, la fila de tenderetes que escoltan las principales calles de este mercado, nos recuerdan a esos mercadillos de feriantes polifacéticos donde toda le mercancía tiene un corte similar, de vestimienta y zapatos, de olor a cuero mal curtido y peor curado, y que se mezcla, cada vez en menos cantidad, con ese otro olor de hierbas que intentan ser fumadas para alcanzar destinos que de otra manera, siempre estarán lejos de nuestra mano... olores de sudor y basuras, orines en esquinas oscuras y pitanza surtida procedente de tabernas y tascas... olores de pinturas, de animales, de flores, de calles recién regadas, de pan crujiente, de risas e ilusiones... Voces de vendedores, que pregonan sus productos mejorando apenas unos céntimos los de la competencia y a los que sus gargantas pasan factura por llevar horas intentando vender "todo a 3, todo a 3"
Entre sus asiduos clientes, jipis de última generación que buscan entre las modas ibicencas e hindúes, la moda que habrán de llevar para no estar a la moda. Tipos duros donde los haya, con camisetas de horrendos dibujos y grandes hebillas. Cadenas que se muestran entre el vaquero y un tanga que por el roce de lo visible, grita por un lavado. Despistados que esperan encontrar gangas de los años 50 y turistas que son abandonados a su suerte para ser recogidos a las 3 de la tarde. Buscadores de juegos y discos piratas, ahora que el estraperlo acabó con el tabaco y las radios robadas de los coches, y chiquillos que paseando arriba y abajo, no dejan de otear posibles presas a quienes en un descuido, hacerle más ligera la cartera de la forma que mejor estimen oportuna.
Pero me gusta perderme entre las calles adyacentes, en ese otro mundo más marginal si cabe, donde lo que se encuentra es desconocido y misterioso. Piezas de infinitas máquinas, ya obsoletas desde hace años, reliquias y ruinas de aperos de labranza o de herramientas de artesanos que no llegaron a conocer la luz eléctrica. Maderas teñidas y arañadas, presumiendo de ser objetos de raras colecciones, y sobre todo, gente pispoleta donde las haya, que aparentemente ajena a lo que pasa en su puesto, conocer por el devenir del tiempo y de la experiencia, quien es un cliente, quien es un mirón y quien es un pringado.
Y surge el arte del regateo, donde pillastre y buhonero intentan barajar el precio, recordando y repartiendo cada uno a su lado de la linde. Se argumentan todo tipo de excusas y exposiciones sobre el valor o no de la pieza en liza. Valores sentimentales, almonedas avalistas, y otra serie de zarandajas frente al socorrido y paupérrimo "lo he visto más barato" cuando el legítimo dueño siempre rebate que no será igual pues es único, y cierto, que lo es...
Un mundo aparte donde si somos capaces de apartar, carteristas, rateros de poca monta, sobones de culos, timadores, farsantes y otras bestias que no por ser mejores o peores, no tienen puesto oficial reconocido, n os queda esa mañana de paseo dispuestos a comprar algo que no sabemos que es, pero que seguro que encontramos, por que sólo en el rastro, se puede disfrutar de comprar algo, que ya no existe en realidad...